Los debates en televisión han constituido un elemento trascendental en el decantamiento de algunas elecciones presidenciales. El ejemplo paradigmático, el locus classicus, de la influencia de la televisión es la elección presidencial norteamericana de 1960. En sus memorias Richard Nixon reconoce que no concentró sus esfuerzos en la preparación del debate crucial y que ese mismo día accedió a comparecer en otros actos, como una convención de la Unión de Carpinteros, con auditorios muy duros. Nixon apareció cansado en el momento determinante e, incluso, confiesa que cometió la torpeza de no dejarse maquillar para disimular las bolsas que se habían formado bajos sus ojos y la sombra de la barba en sus mejillas. El contraste entre oradores enérgicos, relajados y en óptimas condiciones frente a oponentes exhaustos por la pésima programación de numerosos actos menores interfiriendo su preparación para los debates decisivos queda bien reflejado en este ejemplo histórico.